Por: Fernando Botero Zea - Especial.
Mi padre, Fernando Botero, fue más que un artista reconocido a nivel mundial; fue un hombre cuya vida estuvo marcada por un amor profundo por el arte, una dedicación inquebrantable a su trabajo, y una generosidad que tocó la vida de muchas personas alrededor del mundo.
Su legado trasciende las formas voluminosas que definieron su estilo, y se extiende a su incansable esfuerzo por acercar el arte a la humanidad y su familia.
Desde que era muy joven, mi padre supo que su vida estaría dedicada al arte. Con apenas 16 años comenzó a explorar su pasión, una pasión que nunca dejó de crecer.
Aunque alcanzó el éxito, nunca dejó de trabajar. Aún en sus últimos días, a sus 91 años, cada mañana era una nueva oportunidad para pintar, para crear. Su estudio se convirtió en su santuario, un lugar donde podía dialogar con el mundo a través de sus pinceles. Para él, la disciplina era clave. Nunca consideró el arte como un trabajo agotador, sino como una forma de vida, un motivo constante de inspiración y crecimiento personal.
Mi padre no solo fue un artista excepcional, sino también una persona de inmensa generosidad. Su éxito le permitió retribuir al mundo lo que el arte le había dado. Donó centenares de sus obras a museos en Colombia y en otros países, con el deseo de que las personas pudieran disfrutar y aprender del arte sin barreras. En particular, su donación al Museo de Antioquia y la creación del Museo Botero en Bogotá son claros ejemplos de cómo quería dejar una huella imborrable en su país natal, Colombia. Pero su generosidad no se limitó al arte: también apoyó causas sociales y filantrópicas, beneficiando a jóvenes artistas, músicos y a sectores vulnerables, como los adultos mayores y personas en situación de pobreza.
Su amor por Colombia fue uno de los pilares de su vida.
A pesar de vivir en lugares como Mónaco e Italia, siempre mantuvo un vínculo inquebrantable con su país. Seguía de cerca las noticias de Colombia, tanto las alegrías como las dificultades, y sentía una profunda conexión con su gente y sus costumbres. Su amor por las cosas sencillas de su tierra, como la arepa antioqueña o un festival en un pequeño pueblo, movían su corazón de manera especial. Aunque fue enterrado en Pietrasanta, Italia, junto a su amada esposa Sophia Vari, el corazón de mi padre siempre perteneció a Colombia.
Para él, la familia fue un refugio y una fuente constante de alegría. A pesar de sus compromisos profesionales, siempre hizo un espacio para estar con nosotros, sus hijos y nietos. Fue un gran padre, amoroso y presente, que nos enseñó con su ejemplo que la verdadera riqueza está en compartir lo que amas con quienes amas.
Hoy, al reflexionar sobre su legado, no solo veo a uno de los artistas más importantes del siglo XX, sino también a un ser humano que vivió su vida con pasión, generosidad y amor por los suyos.
Mi padre deja un legado que perdurará, no solo en la historia del arte, sino también en los corazones de quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y de ser parte de su vida.