El entonces presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, sacó a su país del Acuerdo de París, en una clara maniobra, para pasar por alto la advertencia de la catástrofe universal y producir aún a costa de la calidad de vida de la especie humana. El actual presidente Joe Biden, reversó la medida y reingresó al ACUERDO, pero por supuesto el daño ya estaba hecho en un altísimo porcentaje, pues muchas empresas de los Estados Unidos, con filiales en Europa y en todas partes del mundo, duplicaron o triplicaron la emisión de gases contaminantes, al no tener un órgano supranacional que los controlara. Si bien es cierto, que el Acuerdo de París dejaba a los países la responsabilidad de cumplirlo, no hay medidas coercitivas que obliguen a hacerlo, pero algunas naciones lo cumplieron a cabalidad, a sabiendas del daño que se le estaba causando al planeta.
Las metas propuestas por el Acuerdo de París, son perfectamente alcanzables si los gobiernos controlan estrictamente los parámetros de fabricación, comercialización y consumo de ciertos y determinados productos.
Merece un comentario especial, la obsolescencia programada, que es la forma como los fabricantes le ponen la cantidad de horas útiles a un producto; por ejemplo, una bombilla de luz eléctrica que hace 30 años duraba 5 o 6 –incluso sabemos de bombillas que llevan más de 100 años alumbrado de forma ininterrumpida-; hoy en día la mayoría de bombillas, solo duran entre 40 y 60 horas, dejando al libre arbitrio de los fabricantes las estrategia de consumo masivo y máxima utilidad; no se trata de hacer productos que sean eternos, de lo que se trata es, de fabricarlos con una vida útil mayor a la que hoy tenemos, para que la extracción de materias primas se frene y de esta manera, la minería y la fabricación disminuya. El Acuerdo de París que pone unas metas, que los países deben cumplir para detener el calentamiento global, debe ser vigilado muy de cerca por las organizaciones sociales, para que los gobiernos cumplan con este compromiso multinacional.