En la CONCIENCIA de los hombres, existen unos entramados a la manera de laberintos que en muchas oportunidades no encuentran salida o que, al encontrarla, no la utilizan por miedo a lo desconocido. Cuando digo hombres, me refiero a la especie humana, al Homo Sapiens.
Esa chispa de divinidad infinita que la persona lleva en lo más íntimo de su ser y que orienta su camino, es formada por sus primeros momentos de lucidez, cuando su crecimiento físico le permite comprender su entorno. “Ya tiene uso de razón”, frase que se emplea para responsabilizar a un ser humano de sus actuaciones, lo que esa personita ve, escucha y trata de entender a esa edad, va alimentando esa chispa que más tarde empieza a producir luz y calor, elementos indispensables para la vida.
Tenemos ahora tres palabras fundamentales de la existencia humana LUZ, CALOR y VIDA.
Empezaré por hablar de la luz, la más elemental, la más primitiva y a la vez esencial, la luz del sol que a muchos humanos se les niega o se les vende. La luz que permite ver, ver todo, incluida la verdad o la posibilidad de la alegría; también es la luz del faro que entre tinieblas aparece en la noche de una feroz tormenta. Seguramente estoy pensando como se pensaba hace más de 50 años -cuando no existían las comunicaciones de las que abusamos hoy-, cuando los barcos se orientaban por las estrellas del cielo y faros que el hombre construía en los mares, aprovechando cualquier cayo. Y seguramente la luz del sol que ahora se nos vende, convertida en energía que alimenta las neveras que llevan a todo el mundo las vacunas contra el Coronavirus, o la energía que alimenta suntuosos sitios de recreación en cercanías de paradisíacas playas; y es la misma energía solar, que se niega a centenares, miles y millones de mujeres, hombres y niños en barrios marginales de las grandes metrópolis, o en las profundidades de los bosques, selvas y montañas, pues es bien sabido que, en estos sitios, la luz del sol es aprovechada solamente en el día; los niños y la juventud no tienen la posibilidad de la luz en horas de la noche para estudiar, o para distraerse y más aún para salvar una vida.
Cada vez que camino por las calles de las ciudades en Colombia, llevando un ejemplar de este periódico, observo con profunda angustia las manos que se estiran pidiendo socorro; son manos de niños y niñas, mujeres y viejos que han salido de esa Colombia profunda que está unas veces a nuestro lado y otras a miles de kilómetros. Mujeres y hombres que han sido desplazados por las mismas causas, sin importar la región o el sitio de donde vienen, si es una ciudad fría o caliente, no importa, no tienen la comodidad que da la naturaleza, porque han sido arrancados de su entorno natural. En esa Colombia ancestral, la niñez no disfruta de un computador para prepararse, para escapar del laberinto aquel, donde lo tiene aturdido el sistema que gobierna.
Ahora, es la hora, de la hora, nunca como antes el mundo ha estado tan convulsionado y buscando el cambio que mengue el hambre; que ponga torniquetes, para el desangre infernal, producido por la ambición y la avaricia; que purifique el aire, para respirar mejor; que lleve a términos de justicia y equilibrio la explotación minera, para darle un respiro a la madre tierra y que entonces el calentamiento global se convierta en brisa refrescante, en la conflagración; solo así se frenará el deshielo de los polos; y los mares no se tragarán islas completas.
El SAR-COV-2 que causa el COVID-19, que ha segado la vida de casi seis millones de seres humanos en el planeta, nos trae una lección de vida con cara de muerte, se necesita en todos los rincones de la tierra, sistemas de gobierno que protejan la vida del hombre y su felicidad.
La hora, de la hora, se traduce en vida, en buena vida, en vivir bien, no me canso de repetir con ardor la consigna bolivariana se hace 200 años “el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política”; nos advierte el padre de la patria, que no confundamos el término vivir, con sobrevivir, el panorama social que se pone en evidencia a cada instante, nos muestra como la inmensa mayoría de los pueblos sobreviven como quien nada contra la corriente todo el tiempo, hasta que, al fin, cansado de luchar, fallece. Bolívar nos exhorta a luchar para vivir bien, vivir con educación, con salud, con un entorno sano, con recreación, con alegría; nos invita a conocer toda la tierra y a mirar las estrellas para entender lo infinito y también nos sugiere, que no sea producto del éter, nuestro diálogo permanente con los dioses.
La niñez de Colombia, de nuestra América, la PATRIAGRANDE y de todos los pueblos del mundo, tiene derecho a vivir bien, para cumplir si nos preciamos, de ser la condensación de la inteligencia cósmica.